jueves, abril 30, 2009

Censurado

Echando un vistazo al muy recomendable blog de Homeless, un amigo de un amigo se enteró de que TMB (Transports Municipals de Barcelona) organizaba un concurso de relatos cortos. La única condición es que tenían que estar ambientados o relacionados con las actividades de TMB. Así pues, este amigo de un amigo, envió un relato con la ilusión de que, al menos, se lo publicaran en la página web de TMB, como hacen con todo el mundo... pero, ¡oh, sorpresa! no fue así. ¿Habrán aplicado la base octava del concurso?:
8. TMB no publicarà una obra, i podrà retirar-la de la pàgina web relatscurts.tmb.cat i del concurs, si considera que pot ser ofensiva, que atempta contra les normes socials de convivència, usos i costums, que no respon a criteris de bon nivell estètic, que pot afectar la sensibilitat o el bon gust del col·lectiu ciutadà, o la imatge d'una persona, entitat o institució.
El texto se titula "En el subsuelo" y dice así:
En el subsuelo

Uf, ha faltado poco. Pero ya estoy dentro, en la cabeza de un tren cualquiera de la línea verde. Poca gente -será la hora- pero, con las arrugas de la silla de mi despacho aun grabadas en el pantalón, mejor de pie. Serpientes de uñas rojas con tacón; un par de pares de piernas hinchadas hoy querrían ser Aries; unas Converse conectadas a un Ipod a modo de electrocardiograma y dos mocasines antaño -esta mañana, quizás- lustrosos junto a un maletín. En esta ciudad las miradas hace tiempo abdicaron en los pies.

De pie, sí. Descargo mi ser sobre la parte posterior del respaldo de un asiento libre. A mi espalda, ellos y un vagón sin fin. Puertas a ambos lados asegurando que no entre el aire para que el aire siga sin acondicionar. Frente a mí, “Guerra y Paz” me separa de un vidrio imperfectamente opaco que esconde al conductor. Para que no comparta su soledad con la nuestra. Para que esté solo. Qué ironía.

Señal acústica. Dejamos atrás la estación y algo más; paso página. Me agacho a recoger el punto y cuento las colillas que lo rodean. Una. Dos. Tres. Entretanto, me incorporo y trato de adivinar alguna silueta tras el telón de vidrio. Un cuadro de mandos parpadeante y una silla huérfana. Un pollo sin cabeza. Sin Virgilio hacia la oscuridad con una tímida neblina que asoma por la rendija de la puerta de la cabina del conductor.

Rabillo del ojo a la pegatina desafiada. No le hacen caso ni en casa; consuela. Paso al frente y arrimo la cara: mi mirada ahora atravesaría plomo y montañas y ahí dentro no hay nadie. Dos, tres golpes en la puerta. Nada. Sigue saliendo humo, tabaco negro, ya no cabe duda. Cambio libro por empatía en vano. Ellos siguen igual que antes a excepción de las Converse; estarán sin batería. Como yo sin mi inhalador. Maldito asma.

El ambiente está cada vez más cargado así que decido irme al extremo opuesto del tren aprovechando que es de los de vagones intercomunicados. Lo era. Al girarme descubro que el vagón es de los antiguos y no hay manera de pasar al posterior. Bajaré en la próxima pues y me cambiaré. Pero la próxima no nunca llega y, en la que pasamos, no se para.

Mi dedo se hunde sin fin en el botón de alarma, que se queda enganchado. Ahora sí sudo. Vuelvo a la cabina y golpeo con vehemencia. La cerradura me recuerda que uso los bolígrafos para otros menesteres y recurro a la chica de los tacones. El pelo cubre levemente su rostro. Buenas tardes. Hola. ¿Se encuentra bien? Le toco el brazo y cae sobre el hombre del maletín, quien se desploma sobre las Converse. Una brusca curva troncha también a las señoras de la revista. En este macabro dominó soy la blanca doble, toso y otra colilla sale disparada de la rendija de la cabina.

Grito y golpeo al vacío del habitáculo hueco y cobarde que se esconde tras el vidrio. El humo cesa y entonces oigo pasos a mis seis. Aquí no se puede fumar. Abone usted la multa. ¿Cómo ha entrado usted? Que yo no he sido. Dos, tres, mil veces. El revisor no parece amigable. Malas caras mientras susurra algo por su walkie. De lo que dice, tan sólo intuyo “policía”. Será mejor pagar y olvidarse. Pero no puedo. Le juro que la tenía aquí pero ya no está. Le importa un bledo. El tren se detiene. Es mi parada. El revisor me empuja violentamente y salgo a trompicones del vagón. Estoy fuera, respiro sofocado pero con alivio. La gente del andén me observa con curiosidad. Tranquilos, estoy bien. Y al pasar el convoy, tras una ventana, unos tacones hacen entrega de una cartera negra a unas Converse.